por Gustavo Pérez

No hay que buscar mucho para encontrarse algún artículo o individuo que ensucie la idea de competición argumentando que va completamente en contra del aprendizaje. Siento no compartir esta idea. Creo que el origen de estas opiniones tiene su base en el comportamiento que han tenido algunos entrenadores a lo largo de las últimas décadas donde todo vale para ganar, pero creo que han confundido competir con contentar su propio ego a costa del aprendizaje de los chicos y chicas del deporte en cuestión. Competir no es ganar, es salir a ganar, que no es lo mismo. Es una actitud, un comportamiento, no un fin.

Vaya por delante que considero importante que en deportes competitivos haya un sistema de puntuación claro y objetivo, ya sea con goles, puntos o canastas, incluso en edades de formación. Creo necesario aclarar esto porque ya se han dado casos en los que se ha suprimido el recuento de puntos en competiciones escolares. Es necesario para dar sentido a la competición, incluso al deporte en sí mismo. Es un estímulo brutal, y además ayuda a evaluar el trabajo realizado.

A competir se empieza desde el primer entrenamiento. La competición ayudará a marcar un objetivo colectivo y a largo plazo, sea liga, torneo o exhibición. Pero esto no es ni mucho menos lo mejor que tiene.

Una competición, sea oficial o amistosa, servirá al equipo para autoevaluar su trabajo y permitirá exhibir de forma más objetiva cuales son los puntos fuertes y los puntos débiles de cada uno, y, por ende, señalará el camino a seguir para mejorar, motivando positivamente por todo aquello que se ha hecho bien.

Un equipo que encaja tres goles en contra de córner en un partido debería sospechar que no están defendiendo bien. Un equipo que marca en cinco partidos consecutivos tras un centro por banda después de haberlo practicado durante semanas verá que su esfuerzo tiene resultado y le motivará a seguir esforzándose.

Para que todo esto ocurra es necesario la competición: El hecho de enfrentarte a un rival del que no conoces nada, en unas condiciones externas (campo, forma física y mental, viento, lluvia…) cada sábado distintas, en las que la mejor estrategia es: ir con los máximos recursos posibles preparados y saber cómo y cuándo usarlos.

Es una situación límite en la que no sabes que te vas a encontrar, pero tienes que sacarlo adelante de la mejor manera posible. La competición te pone es situaciones críticas, donde te obliga a sacar el máximo, y es aquí donde sale lo mejor y lo peor de cada uno y de cada equipo. En este momento, la toma de decisiones se vuelve clave y obliga al deportista a arriesgarse, a salir de su zona de confort y a probar cosas nuevas que antes no hacía, y con ello, lo más importante, a cometer errores y aprender de ellos.

Por supuesto, existe un gran riesgo en esto de competir, y es se interprete de manera resultadista, lo que provoca situaciones negativas, vergonzosas e incluso dañinas. Por ejemplo, un equipo que, para hacer frente a su rival, decida lesionar al jugador contrario más decisivo, haciendo uso de las deficiencias del reglamento, como darle una patada cuando el árbitro no mira. Está claro que se puede dar, pero es responsabilidad de los entrenadores, padres y familiares de los deportistas conducir la competitividad hacia el lado positivo, y cortar de raíz comportamientos que vayan en contra del juego limpio.

En mi caso particular tengo una jerarquía que les enseño a mis jugadores a principio de año:

1º Aprender

2º Divertirse

3º Competir

Puede llamar la atención el orden de las dos primeras, pero, la razón por la que aprender va por delante de divertirse es que, a veces, para aprender y mejorar tendremos que hacer cosas que no nos gusten y que no nos apetezcan. Es este hecho lo que le convierte en un pilar para instruirse y avanzar en un deporte en todos sus aspectos. Lo divertido para un delantero es marcar goles, pero es necesario bajar luego a defender.